¿Caerá Occidente como cayó Roma? Entrevista con Peter Heather y John Rapley.
Por 17 noviembre, 2024
Occidente acaparaba el 80% del PIB global en 1999. Esa hegemonía se acabó, vamos a tener que ser un poco más humildes. Pero no todo está perdido.
El hombre occidental lleva siglos obsesionado con el Imperio romano y su caída. Se han escrito decenas de libros sobre ello y la temática romana se ha convertido en un género cinematográfico en sí mismo: el último ejemplo, Gladiator II, estrenada esta misma semana. Muchos regímenes políticos se han reivindicado como sucesores o inspirados en Roma, desde Carlomagno a la Francia napoleónica, Estados Unidos o la Rusia de Putin, y en el derrumbe del Imperio romano se ha querido ver una advertencia sobre la caída de otras potencias modernas, incluido Occidente.
Peter Heather y John Rapley se han unido a esa conversación con su libro ¿Por qué caen los imperios? Roma, Estados Unidos y el futuro de Occidente, editado en España por Desperta Ferro. Heather, británico, es doctor en Filosofía y especialista en historia antigua y medieval. Rapley, economista criado en Canadá, se centra en el estudio del desarrollo global y la economía mundial contemporánea. Juntos han escrito este libro, breve pero plagado de claves, en el que explican los motivos de la caída de Roma para analizar los problemas que afronta hoy Occidente. Advierten de que “Occidente ya no será el hegemón que fue”, pero todavía podemos evitar las peores consecuencias del declive.
La conversación, hecha por videollamada, ha sido editada por motivos de longitud y claridad.
PREGUNTA – ¿Por qué la caída del Imperio romano nos ayuda a entender lo que está pasando en Occidente?
RESPUESTA, Peter Heather – Hay una historiografía increíblemente antigua sobre por qué cayó Roma, analizando todo tipo de factores internos y externos, la decadencia… Se suele culpar a los bárbaros o a factores internos, pero ninguno de ellos es muy convincente. La nueva evidencia arqueológica demuestra que justo antes de su colapso, el Imperio no se estaba desmoronando, al contrario: estaba en su momento más activo en términos socioeconómicos.
Lo que ocurrió fue que, hacia su periodo final, el Imperio había cambiado, y con él transformó su contexto estratégico. Roma ya no era un Estado de conquista gestionado desde el centro de Italia para el beneficio de unas pocas personas, y eso complica la administración. Convertir a todos los habitantes del Imperio en ciudadanos romanos hizo que gobernar fuera más difícil.
Al mismo tiempo, las relaciones que el Imperio formó con los pueblos de su alrededor transformaron estos pueblos. Se volvieron más populosos, más ricos y se organizaron mejor políticamente gracias a su contacto con Roma. En otras palabras, la ventaja estratégica inicial que dio origen al Imperio romano se erosionó, no por lo que estaba sucediendo dentro del Imperio, sino por cómo el Imperio estaba transformando a sus vecinos.
Eso es en lo que se parecen el Imperio romano y el Occidente actual: los grandes sistemas imperiales cambian su propio entorno, contribuyen al desarrollo de su periferia, y a la larga eso les hace más difícil seguir existiendo. Por supuesto, hay un millón de diferencias entre la actualidad y Roma, empezando porque tenían una economía agrícola y todo se movía a treinta kilómetros al día. Pero lo relevante es qué influencia tienen los imperios en su entorno y cómo eso les cambia también a ellos.
John Rapley – Ambos estamos muy interesados en las periferias, pero en momentos de la historia y periferias muy diferentes. Hace unos años Peter estaba a punto de publicar lo que se convertiría en su best seller sobre la caída del Imperio romano y yo acababa de publicar un libro sobre la globalización. Al comparar notas, nos dimos cuenta de lo similares que eran las narrativas en las que habíamos trabajado: en la fase ascendente de un imperio, la historia se define desde el núcleo, pero con el tiempo la periferia cada vez adquiere más peso, y, en última instancia, el antiguo núcleo se ve determinado por la periferia. Así dimos con la idea de que hay un “ciclo de vida” en los imperios.
Si el propio desarrollo de Roma le llevó a su caída, ¿le está ocurriendo lo mismo a Occidente?
P. H. – Sí. Si en la época romana la riqueza era agrícola, hoy la riqueza está en la industria. En las últimas décadas, la industria se ha desplazado desde Occidente hacia los países en desarrollo. Además gran parte de ese traslado se ha financiado con dinero occidental: China no tenía el dinero para construir todas sus fábricas por sí sola, ni India o ninguno de los otros países BRICS. Occidente financió la deslocalización porque así podía obtener mayores beneficios, ya que la mano de obra en los países en desarrollo era mucho más barata.
Así que, de alguna manera, Occidente plantó las semillas de su propia caída.
P. H. – Sí, si quieres llamarlo caída… La otra forma de verlo es que estamos asistiendo a una igualación de la riqueza a lo largo del planeta increíblemente necesaria. En 1999 Occidente generaba y consumía el 80% del PIB global. Cuatro quintas partes. No es un equilibrio sostenible y ha generado todo tipo de problemas. Nunca es agradable pensar que estamos viviendo una regresión histórica, pero avanzamos hacia un mundo donde la riqueza está más distribuida, lo que no es necesariamente una caída. Occidente ya no será el hegemón global que fue. Pero uno podría debatir si ese periodo ha sido bueno o no, incluso para las personas en Occidente.
J. R. – Aquí hay que diferenciar entre declive absoluto y relativo. Roma sufrió un declive absoluto porque, debido a la tecnología de la época, la ganancia de un hombre tenía que ser la pérdida de otro. Pero en el período moderno, en principio, el declive puede ser solo relativo. La parte del consumo global que representa Occidente está destinada a disminuir, aunque eso no significa que nuestros ingresos tengan que caer. Pero sí caerán si Occidente intenta luchar contra este cambio; eso solo aceleraría el proceso y nos llevaría a un declive absoluto.
Uno de los desafíos más grandes que enfrentan las sociedades occidentales en este momento es la inmigración. Hay dos opciones: puedes aceptar más inmigrantes o, si reduces la inmigración, tienes que empezar a recortar las transferencias de riqueza al sector inactivo de la sociedad, que está creciendo. Es decir, recortar las pensiones a la jubilación. Nadie quiere tocar las pensiones, porque los jubilados son uno de los bloques de votantes más grandes. Pero restringir la inmgración acelerará el declive. Puede que no se sienta en el corto plazo, pero a largo plazo garantiza que el declive relativo se convierta en absoluto. Varias sociedades occidentales ya han alcanzado ese momento de riesgo crítico.
Sin embargo, la extrema derecha sigue centrada en rechazar la inmigración y en la teoría del gran reemplazo. Incluso usan la idea de que los bárbaros causaron la caída de Roma para argumentar que los extranjeros son una amenaza para nuestra sociedad. Vosotros argumentáis que es justo lo contrario: sin inmigración no podremos sobrevivir.
P. H. – Absolutamente. Hasta aproximadamente 1840, el 30% de los niños europeos no llegaban a la edad adulta, así que la gente tenía muchos hijos. Luego, de repente, aumentó la riqueza y desarrollamos las vacunas, y llegó esa sorprendente explosión demográfica de Europa de la segunda mitad del siglo XIX. A lo largo de la historia, normalmente los europeos han representado alrededor del 12% de la población mundial, pero este porcentaje se disparó a finales del siglo XIX. Por eso tienes tantos inmigrantes europeos yendo a Canadá, Australia, Nueva Zelanda… Los europeos se están reproduciendo como conejos y se expanden por el mundo.
Cuando la gente se da cuenta de que todos sus hijos sobreviven, a principios del siglo XX, vemos una increíble caída de la natalidad: la gente pasa de tener doce hijos a dos. Poco después, empieza a mejorar la atención médica para los ancianos y aumenta la esperanza de vida. Todo ello ha acabado desajustando las proporciones entre quienes trabajan y quienes no. La tasa de natalidad en Europa es tan baja que la población activa está disminuyendo drásticamente. Por eso la inmigración es tan importante: hace falta gente en todo tipo de sectores, cualificados y no cualificados.
J. R. – Después de la Segunda Guerra Mundial, de media en Occidente el 5% de la población estaba jubilada y la esperanza de vida era dos años más que la edad de jubilación. El sistema solo tenía que mantener al 5% de la población durante dos años. Hoy, a causa del aumento de la esperanza de vida y las jubilaciones anticipadas, un 20% de la población de media está jubilada. Algunos pasan más años jubilados que trabajando. Y, sin embargo, seguimos con los mismos modelos.
Uno de los aspectos más complicados de todo esto es que una forma de complementar los sistemas de pensiones es inflar el valor de las viviendas. Muchos fondos de pensiones invierten en el sector inmobiliario, así que si puedes limitar la oferta de vivienda para que los alquileres suban y suban, estás obteniendo más ingresos para los pensionistas. A cambio, en muchos países occidentales hoy es imposible algo que era la norma hace cincuenta años: comprar tu primera casa antes de cumplir los treinta. Mucha gente debe esperar a tener cuarenta, y aun así necesita dos sueldos para lograrlo, lo que obviamente tiene efectos sobre la natalidad. Si a los jóvenes no les gusta el sistema, siempre pueden hacer las maletas y marcharse al extranjero: la emigración en los países desarrollados está aumentando por primera vez en mucho tiempo.
Estamos ante un dilema: necesitas inmigrantes para sostener tu economía. Si no los traes, tu sistema colapsa. Si los traes, es un desafío cultural, porque estos inmigrantes tienen culturas diferentes. Por si fuera poco, uno de los indicadores más fuertes del voto es ser propietario de una vivienda, por la simple razón de que tienes mucho que perder. Los jóvenes suelen ser más abiertos a la inmigración que los mayores. Es decir, las personas mayores, que quieren preservar su nivel de vida material, también quieren preservar su estilo de vida cultural. Y esos suelen ser los que apoyan políticas contrarias a la inmigración, como por ejemplo el brexit en el Reino Unido.
Los políticos no están lidiando bien con este desafío: muchos de ellos, más que afrontarlo, están aplazándolo. Por esta razón, sorprendentemente, Canadá es uno de esos países que están al borde de convertir un declive relativo en uno absoluto. Nunca me imaginé que Canadá, un país construido por inmigrantes, llegaría a limitar la inimgración, pero el país está cambiando de opinión sobre esto. Que esté ocurriendo incluso allí demuestra cuán grave es el desafío y lo poco preparados que están los líderes políticos para afrontarlo.
También insistís en la importancia de la deuda pública y la desigualdad como otros factores del declive de Occidente.
J. R. – La deuda sube más y más. Un problema es cómo los Gobiernos llevan sus cuentas. Tienden a mirar la deuda de forma aislada, sin considerar la posición neta de los activos del país. Si un Gobierno se endeuda para construir un activo, como un ferrocarril, ese activo empieza a generar ingresos, no solo los ingresos directos del ferrocarril, sino todo el comercio adicional que trae. Te has endeudado pero a cambio has aumentado los ingresos del país. Como cuando una familia contrata una hipoteca para conseguir un hogar.
El Imperio romano se derrumbó por la falta de ingresos. Puede ocurrirnos igual.
Los Gobiernos ahora no hacen eso. Lo que prácticamente todos los Gobiernos occidentales de la última generación han estado tentados de hacer es reducir sus activos. Privatizar empresas estatales, como British Airways o Thames Water en el Reino Unido. Pero no han reinvertido los ingresos de esas ventas, sino que los usan para mantener la ficción de que están controlando la deuda y bajar impuestos. Años después, sus activos se han agotado y su riqueza neta es negativa. Hemos agotado nuestro capital para financiar nuestro nivel de vida.
P. H. – Es realmente deprimente. La deuda aumenta mientras los Gobiernos siguen diciendo: «pronto volveremos a un crecimiento histórico, la economía se recuperará». Pero en las economías occidentales solo creceremos a una escala muy pequeña. Ya no podemos salir fácilmente de la deuda mediante el crecimiento económico, no estamos en los años cincuenta o sesenta, cuando pagamos la deuda de la Segunda Guerra Mundial muy rápido. El problema ahora es más difícil. Seamos honestos y afrontémoslo.
¿Entonces la deuda pública impide a Occidente competir contra su periferia?
P. H. – Creo que lo hará, y esa fue la razón por la que se derrumbó el Imperio romano: los ingresos ya no eran suficientes para sostener el Estado. El avance de los pueblos vecinos redujo tanto la base tributaria del Imperio que el flujo de ingresos cayó y ya no se pudo mantener una fuerza militar poderosa. El Estado romano se quedó sin dinero y no pudo seguir ejerciendo su función principal: defender las fronteras.
Nuestros Estados son más complejos: sus funciones incluyen mantener pensiones, sanidad, justicia social… Pero afrontan el mismo problema a causa de la deuda. Varios países en desarrollo ya pasaron por esta situación en los años ochenta y noventa: no tenían suficientes ingresos para mantener el Estado a flote. Entonces se vio una privatización de las funciones públicas, con estructuras locales y pandillas asumiendo la gestión local, la sanidad, la seguridad… Es una feudalización, lo que llamamos neomedievalismo. Este es el peligro: si dejas que la deuda siga aumentando, el Estado será cada vez más incapaz de cumplir sus funciones y las asumirán otros actores.
¿Qué hay de la desigualdad?
J. R. – El capitalismo surge, por usar la terminología marxista, de la explotación del trabajo, que genera un excedente y con él, crecimiento. Este sistema ya era insostenible en el siglo XIX, pero el imperialismo arregló el problema: la explotación se externalizó a las colonias. Y funcionó hasta el siglo XX, pero ha entrado en crisis. Durante décadas parecía que podíamos permitirnos que algunas personas se enriquecieran mucho a costa del trabajo de otros, porque en teoría el crecimiento llegaría a todos. Ese crecimiento hizo posible el surgimiento del Estado del bienestar, y todas las clases sociales sintieron sus beneficios.
Pero si ese progreso ya no va a suceder, y si ya no hay transferencia de recursos desde los países de la periferia hacia el centro como en el siglo XIX —de hecho, es al contrario—, las sociedades occidentales se enfrentan a un enorme desafío. Los Gobiernos tendrán que dejar de fingir que tienen una solución mágica para restaurar las tasas de crecimiento del 5 o 6%, porque es imposible.
Hoy, la única economía occidental que está yendo relativamente bien es Estados Unidos. Pero si restas la deuda acumulada entre las Administraciones de Trump y Biden, el crecimiento generado casi queda anulado, pues está impulsado en gran parte por deuda. No critico la visión básica de la política industrial de Biden: creo que en parte ha hecho lo correcto. Pero el crecimiento estadounidense está exagerado por el tamaño de su deuda. Podrán hacer esto por un tiempo, porque Estados Unidos tiene la moneda de reserva mundial, pero no pueden hacerlo para siempre. Y como descubrió Reino Unido con el fugaz y fallido Gobierno de Liz Truss, ningún otro país puede sostener esta ficción de «préstanos el dinero hoy y haremos crecer la economía para que lo recuperes más tarde». No es una opción.
Si quieres brindar servicios básicos a tu sociedad y lograr que tu Estado siga funcionando, no te queda más remedio que combatir la desigualdad. Pero, de nuevo, no es algo que los Gobiernos quieran hacer.
Otro de los factores que suelen olvidarse cuando se analiza la caída del Imperio romano es su durísima competición con la otra superpotencia de la época: la Persia sasánida. ¿Es China para Occidente el equivalente de aquella Persia para los romanos?
P. H. – Sí, al contrario que Rusia, China es una economía seria y desarrollada. Pasó por un periodo de crisis entre el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX pero China siempre ha sido un actor global, es una verdadera superpotencia y ha venido para quedarse. ¿Cómo deberíamos relacionarnos con ella? La comparación con el Imperio persa es muy útil en ese sentido.
«Hay que ser muy pragmáticos en nuestra relación con China»
Las dos superpotencias del mundo antiguo, Roma y Persia, se veían mutuamente como su peor enemigo. Pero la mayor parte del tiempo fueron pragmáticas: no permitieron que el pulso se descontrolara y provocara un conflicto masivo. La única vez que no lograron hacer esto se destruyeron mutuamente: durante unos cincuenta años estuvieron en guerra total. Al final de ese periodo, las dos estaban exhaustas. Entonces apareció el nuevo Imperio islámico árabe, que reemplazó a Roma y Persia como la potencia dominante en Oriente Próximo y el sur del Mediterráneo. Arabia nunca había sido el centro de un gran imperio y nunca ha vuelto a serlo. Solo pudo lograrlo, y durante un periodo muy breve, porque Persia y Roma se destruyeron mutuamente.
Por eso creo que hay que ser muy pragmáticos en nuestra relación con China, aunque hay muchas cosas negativas de su sistema. No me gustaría vivir allí.
¿Qué hacemos con China, entonces? ¿Es una buena estrategia imponer aranceles o restricciones a su tecnología, por ejemplo?
J. R. – Se está debatiendo mucho sobre los aranceles a los coches eléctricos o los paneles solares chinos, porque los producen a un precio extraordinariamente bajo. La justificación es que “ellos pagan mal a sus trabajadores” —aunque nosotros también pagamos mal a los nuestros— y que subsidian sus fábricas, lo que no es justo. Analicemos cada una de esas justificaciones por separado.
La respuesta a los subsidios industriales chinos no deberían ser los aranceles, sino subsidiar tu propia industria. Deberíamos tener una estrategia industrial. Si China está inundando el mundo con paneles solares y vehículos eléctricos baratos, y eso va a acelerar la transición energética global, entonces estoy totalmente a favor de que lo hagan. Creo que los aranceles son el enfoque incorrecto porque todo lo que vas a conseguir es proteger tu industria de la competencia china, pero no habrá nadie que compre tus productos, a parte de tus propios consumidores, que lo tendrán que hacer a un precio más alto.
El tema de los salarios, por otro lado, es quizá el más sensible y malinterpretado, y nos lleva de nuevo a la cuestión de la desigualdad. El problema no es que en los países occidentales paguemos demasiado a nuestros trabajadores en comparación con China. El problema es que el coste de la vida en Occidente es muy alto, así que tenemos que pagar mucho a nuestros trabajadores para que puedan vivir. No tendríamos que pagar esos salarios si redujéramos el coste de la propiedad, de la vivienda, y la gente pudiera permitirse un estilo de vida decente con sueldos más bajos. Es muy popular decir que “los trabajadores en China nos están quitando el empleo”. Pero en realidad tus ingresos te los está quitando una clase propietaria en tu propia sociedad que mantiene su nivel de vida extrayendo riqueza de los trabajadores. Ese es el reto que debemos afrontar.
Sea como sea, creo que los paneles solares y los coches eléctricos seguirán produciéndose en países en desarrollo porque, pese a todo, los salarios allí serán más bajos. Los países occidentales deberían estar invirtiendo en la generación de tecnología, ahí es donde está la ventaja comparativa. Pero eso requiere una política industrial: el mercado no va a desarrollar tecnología al ritmo que lo hace el Gobierno chino.
Esta es una de las cosas en las que ha acertado la Administración Biden. Lo han hecho de manera un tanto torpe, pero son casi el único Gobierno occidental que se ha lanzado a ello por ahora. Mario Draghi presentó un informe en septiembre en el que sugiere que los europeos deberían reindustrializarse. Pero no soy muy optimista. Alemania lo bloqueará, están atrapados en esa mentalidad de “equilibrar las cuentas a toda costa” que habría sido muy útil en 1922 pero no es lo que necesitas en este siglo.
¿El declive de Occidente es inevitable o todavía podemos frenarlo? Seguimos teniendo la mayor fuerza militar, las economías más grandes y la tecnología más puntera.
P. H. – Sí, el declive relativo es inevitable, pero creo que no debería preocuparnos. Lo que debería preocuparnos es cómo está nuestra propia sociedad: ¿estamos cuidando de todos?, ¿priorizamos las cosas correctas?, ¿tomamos las decisiones adecuadas para asegurar nuestra prosperidad futura? El declive relativo significa que otros lugares están haciéndose más ricos, pero no tiene por qué suponer una caída de nuestra prosperidad.
Todavía tenemos margen para asegurarnos de que las poblaciones occidentales sigan estando entre las más prósperas del mundo, asumiendo que habrá otras poblaciones también prósperas. Un mejor equilibrio de poder a nivel global no es algo tan malo. Además, la sociedad occidental tiene cosas realmente buenas: el Estado de derecho, la prensa libre… Nuestro modelo no es perfecto, pero es mejor que cualquier otro. Muchas personas no occidentales lo valoran. Deberíamos aferrarnos a ello y protegerlo.
“Occidente va a tener que ser un poco más humilde”
J. R. – La elección que tenemos delante no es entre declive o no declive, sino entre declive relativo y declive absoluto. Se trata de conservar nuestro estándar de vida para nuestros ciudadanos del futuro. Pero también supone cambiar la forma en que interactuamos con el mundo: ya no vamos a poder seguir dictando como lo hacíamos antes. Si insistimos en mantener el derecho a navegar libremente por el mar de la China Meridional, tendremos que aceptar que los chinos envíen sus buques al golfo de México. Damos por hecho que podemos enviar fuerzas armadas a cualquier lugar del planeta, pero si lo hacen otros, nos lo tomamos como un acto de guerra. Vamos a tener que ser un poco más humildes.
¿Qué papel juega la guerra en Oriente Próximo en este contexto?, ¿está contribuyendo a que Occidente pierda influencia global?
J. R. – Tanto China como Rusia están ampliando su influencia gracias a la hipocresía de los países occidentales. El secretario de Estado estadounidense ha criticado los bombardeos rusos a hospitales en Ucrania pero no lo hace cuando Israel hace lo mismo en Gaza o Líbano. Demuestra que no vivimos acorde a nuestras propias reglas. Creo que ayudaríamos más a Israel si respetáramos el derecho internacional y les pidiéramos a ellos que hicieran lo mismo. Si no somos responsables con nuestros aliados, ¿esperamos que nuestros enemigos nos den esa oportunidad?
P. H. – No hay otro país en el mundo salvo Israel al que Occidente permitiría comportarse así y seguir recibiendo apoyo. La agenda del Gobierno israelí va en contra de los valores occidentales, y creo que el apoyo incondicional que se le está dando desde Occidente socava nuestra posición general en todo el mundo.
¿Teméis que el declive de Occidente haga que la democracia pierda atractivo? El ascenso de China puede interpretarse como una victoria de su modelo político.
J. R. – Como antes señalaba Peter, los valores liberales son muy atractivos para mucha gente en todo el mundo. Por ejemplo, Estados Unidos ha sido muy crítico con Sudáfrica por llevar a Israel ante la justicia internacional por la guerra en Gaza, pero ese caso demuestra que Sudáfrica defiende uno de los mejores legados occidentales, el derecho internacional, mientras algunos Gobiernos occidentales lo han abandonado.
El apego a la democracia y a los valores liberales es bastante generalizado en el mundo. En muchos sentidos estos valores han triunfado y se están manteniendo vivos en muchos países en desarrollo. No hay mucha inmigración hacia China: la gente quiere vivir en países occidentales, y no se trata solo del nivel de vida material. Pero el tribalismo, el cierre de fronteras, el mantener fuera a los inmigrantes, solo alienará a esa gente.
Por eso creo que es un error presentar este conflicto como una lucha entre países ricos y países en desarrollo. Occidente tiene muchos aliados en los países en desarrollo que pueden defender esos valores. Sudáfrica no ha sido tan contundente contra Rusia en su agresión a Ucrania, porque tienen una relación delicada con el Gobierno ruso, pero la han criticado. Han sido más consecuentes que Estados Unidos.
P. H. – Yo soy optimista: como historiador, sé lo que son los regímenes de partido único como China. Tienen todo tipo de desventajas. El clientelismo y la falta de Estado de derecho tienden a arruinar el desarrollo económico y afectan a la vida de la población. Además está el problema de la sucesión. Los sistemas de partido único tienden a pasar por períodos de estabilidad, cuando tienen un liderazgo fuerte, y períodos de inestabilidad cuando este falta. Pero el presidente chino, Xi Jinping, parece querer seguir en el cargo de por vida y no hay un sistema claro de sucesión. Esto les generará un grave problema en el futuro, cuando Xi empiece a hacerse viejo y débil: cuando ocurrió con Mao, estalló toda una lucha por el poder. El atractivo del modelo chino es momentáneo y superficial. No durará siempre.
https://elordenmundial.com/entrevista-rapley-heather-caida-occidente-imperio-romano/
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