El gigante alado


El gigante alado





















El gigante de Paruro, fotografiado por Chambi, ha devenido uno de los íconos de nuestra –tentativa, acumulativa- identidad nacional. Parte de su éxito como símbolo es que la imagen de un indígena físicamente poderoso, pero vestido de harapos, es fácilmente decodificable dentro de una de las narrativas nacionales más socorridas: la del fracaso pese a la posibilidad de victoria; la de las oportunidades perdidas, la famosa frase -no se sabe si derrotista u optimista de Raimondi- sobre el mendigo sentado en un banco de oro.
Cuatro generaciones después, esas narrativas ya no son suficientes para reflejar la voluntad (o voluntades) de nación que alberga nuestro territorio. Pancho Guerra García transforma el ícono original y propone, no uno, sino varios, que coexisten bajo los contornos reconocibles del “gigante”. Al hacerlo, hombre alado, vara de medida original para las cosas de este nuevo Perú, busca reflexionar sobre (y desde) procesos sociales reales y masivos, en lugar de reiterar aquélla vieja costumbre intelectual, la creación ex nihilode nuevas utopías.
Cuando Chambi retrató al “gigante”, en 1925, la fotografía se había generalizado como símbolo de modernidad. El fotógrafo era un especialista –parte químico, antropólogo, periodista, cortesano- y su producto era aún un sorprendente artefacto que revolucionaba el conocimiento. Las revistas ilustradas de la época, “Mundial” y “Variedades”, acompañaban sus artículos con imágenes de las estrellas del cine mudo, líderes mundiales, reuniones de sociedad, catástrofes, curiosidades. Lo que hoy nos parece normal o –en realidad- anticuado, era fresco y recién inventado en aquél entonces.
En ese contexto, la imagen de Chambi debe haber sido -inicialmente- testimonial y antropológica: un artefacto que proporcionaba evidencia de un fenómeno difícilmente explicable. Pero los objetos se rebelan contra quienes pretenden utilizarlos y confinarlos a una sola función, y la imagen de Chambi debió haberse interpretado más que como curiosidad científica, dentro de las claves del indigenismo oficial y  paternalista del Oncenio: una reiteración del mito del Buen Salvaje. El indio era una raza que cargaba con siglos de decadencia, pero cuyo antiguo resplandor era testimonio de una secreta nobleza en espera de redención, como testimoniaba (a ojos de aquéllos lectores) este indio grande y pobre.
Pero la imagen sobrevivió también al discurso indigenista y -a la muerte de Chambi- rescatada en colecciones y exposiciones que se multiplican desde los 80, vivió una nueva identidad: la de demanda urgente de justicia, contraste irónico entre pobreza y riqueza, exclusión e inclusión. Y en ese contexto, se vio acompañada de otros íconos de creciente popularidad y reconocibilidad: como Túpac Amaru, modernizado y convertido por el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas en símbolo nacional; como las fotografías en alto contraste de Vallejo y Arguedas; los dibujos de Guamán Poma: trágicas imágenes de una nación que aspira a la universalidad desde su particularidad, y a la justicia, desde sus exclusiones.
¿Por qué, entonces, otra identidad para el Gigante? Probablemente, porque –como lo viene demostrando desde 1925- ha cobrado vida propia y se ha vuelto un fetiche de nuestra peruanidad: un objeto en el que depositamos nuestros nuevos significados y con el que, por lo tanto, dialogamos.
Un fetiche es también, al fin y al cabo, el ekeko que muchas familias guardan en casa para pedir prosperidad y fortuna; lo es la estampita de Sarita Colonia colgada del espejo del microbús; lo es para el hincha de la “U”, como Pancho Guerra García, el perfil de Lolo Fernández y, para el supersticioso jugador de Alianza, el Señor de los Milagros.
Todos estos íconos, independientemente de las condiciones y causas de su origen, han generalizado su presencia en la época de la reproducción técnica y ahora hacen un salto de calidad en la época de la hiper-reproducibilidad digital. De modo que, además de ser fetiches que llevan consigo el arcaísmo de nuestro pensamiento mágico, son también artefactos ultramodernos. ¿Será, entonces, que hemos llegado a una época en la que la posibilidad de creación de imágenes es tan masiva que ha superado nuestra posibilidad de crearles significados?
En vez de la función nombradora de ponerle una etiqueta a cada objeto, como Adán o como los personajes de “Cien años de Soledad” afectados por el olvido, que es imposible en esta época, lo único que puede hacerse es proponer un objeto, pero renunciar desde el principio a atribuirle un significado. Esta actitud, más realista y modesta, es también –lo sospecho- más democrática: el artífice no es el dueño del objeto y no impone el discurso que habrá de rodearlo.
Nuestro mundo político, en el que hicieron fortuna la “Patria Nueva” del oncenio leguiísta, o la “Revolución” del docenio militar, tiene un particular debilidad por el discurso utópico. La utopía tiene, sin embargo, pese al prestigio del concepto, un profundo potencial autoritario: está siempre atada a la figura de un líder, que la propone y encarna; el rol de la gente es el de seguidores, la multitud basadrina alrededor del caudillo, la “masa” reclutada violentamente por el senderismo.
El Gigante de de Guerra García no es un ser utópico. No es ni siquiera un invento sobre el que Guerra García ponga un copyright intelectual o político porque –como otros de sus personajes- son orgánicos al proceso social que el artífice vive y acompaña. Sus escenas callejeras, kombis de la muerte, arcángeles descendidos y travestidos, son una formidable procesión que sólo es posible en el Perú donde los sentidos antiguos han dejado de valer y los sentidos nuevos son aún indescifrables o increados.
Lo que sí propone Guerra García, como varios de sus contemporáneos, es que cualquiera sea la reflexión que se haga sobre el Gigante, se haga en referencia a esta comunidad imaginada, fantasiosa, fetichista que llamamos Perú. Donde el Gigante de Chambi emergía de la oscuridad del estudio, el Gigante de Guerra García emerge de una bandera peruana, de un retablo ayacuchano, es una identidad en búsqueda: un rostro y miles de rostros, marcas de género y vestido; una identidad y una escena callejera. No acumulo metáforas, tan al estilo en las presentaciones de arte: constato lo que veo y que cualquier visitante verá, a lo largo de estos meses.
Hace más de quince años, la primera vez que vi una obra de Pancho en una exposición, percibí ya su reivindicación del contexto. Eran años de una violencia inaudita, donde ningún discurso político o cultural podía dar cuenta de la disolución que todos percibían. Eran los años en los que la sociología (y Pancho, al mismo tiempo) iconizaron la kombi de la muerte. El primer cuadro que me llamó la atención en su obra era un óleo sobre una áspera textura de tocuyo: representaba la parte frontal de una kombi que pilotaban Abimael Guzmán y Sarita Colonia. Guzmán, que ya había sido capturado, era todavía la imagen enigmática, siniestra y letrada que el senderismo había empapelado en todos los muros de la ciudad. Sarita era el nombre que estaba en la boca y en las oraciones de la ciudad chicha, del desborde, de esa curiosa mezcla de realismo y optimismo que está a la base de lo que hoy se llama emprendimiento y en ese entonces se llamaba simplemente lucha por la vida.
En aquél entonces, la pregunta era –sin ironías- quién manejaría, finalmente, la kombi. Años después, cuando parece que nadie lo hizo y que nadie lo hace hoy cuando otros objetos fantásticos, como la Mano Invisible del Mercado, son preconizados como utopías suaves, pero igualmente autoritarias que las de antaño, este plácido Gigante se eleva con sus élitros que reproducen el mapa del Perú, o bien camina, reservándose la capacidad de volar. No necesita a nadie que conduzca por él.
Written by Eduardo Gonzalez
febrero 2nd, 2011 at 2:30 am

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